Alguien me preguntó hace poco: ¿cuál había sido el reto más grande, desde que yo inicié Explora, mi Centro de Aprendizaje Ágil? De todas las preguntas que me hacen, ésa es la más fácil de contestar. El reto más grande, nunca ha sido el trabajo con los niños. El desafío mayor viene de la programación que traen los padres y madres acerca de la educación, la enseñanza versus el aprendizaje y la tóxica presión de la sociedad acerca de lo que necesita un niño para ser exitoso y cómo se supone que debe verse el éxito. Sé que para todos los que han armado un proyecto educativo que se basa en la educación auto-dirigida, éste es El Gran Reto.
Ninguno de los niños menores de siete años que yo he conocido, ha necesitado instrucciones para ocuparse. Muy directamente van a lo que más les llama la atención en el momento. Si yo los dejo, pueden quedarse horas explorando su entorno, los materiales, inventando y creando una variedad impresionante de cosas: desde construcciones físicas hasta juegos muy elaborados de imaginación. La creatividad que demuestran es chispeante e innovadora. Su capacidad de buscar soluciones a los retos que surgen en el camino es francamente impresionante, sobre todo si la comparo con la de un adulto.
Sin embargo, me doy cuenta que muchos adultos no tienen la capacidad de observar lo que mi equipo y yo observamos. Es como si les faltara un chip para reconocer qué es lo que está haciendo realmente un niño durante su juego libre. Escucho a varios papás decir: “Es que sólo están jugando.” Como si el juego, por un lado no tuviera ningún valor en sí y por el otro, como si los adultos tuvieran una programación que dijera que “sin enseñanza, no puede haber aprendizaje”. Por un tercer lado, no hacen ninguna valoración hacia lo que, en realidad, no es otra cosa sino una auto-dirección increíble. Es como si los papás no se dieran cuenta de las inmensas capacidades de aprendizaje y de auto-dirección que tienen sus propios hijos. Y por lo tanto, como se están perdiendo de esas señales, no tienen la capacidad de valorar lo que está sucediendo en el juego de sus niños. Simplemente no lo logran apreciar en toda su plenitud, y creen que necesitan dirigir, regular y controlar las actividades de sus hijos.
Todos los niños menores de siete años a los cuales he tenido la gran fortuna de observar, demuestran una innata motivación de dedicarse a lo que más les gusta (diferente en cada niño), y de ahí sacan un aprendizaje enorme. Pero el niño no está todavía programado para creer que sólo puede aprender si alguien le enseña algo. De hecho, no llama “aprender” a sus actividades. Un niño diría que está haciendo algo, o que está jugando. Porque en el mundo de los niños no puede haber separación entre jugar, hacer y aprender. Pero su enfoque no está en que a éso se le llame aprender. Es simplemente el resultado natural de cualquier actividad que emprende, y también es, con frecuencia, la motivación intrínseca de esas actividades (además de divertirse muchísimo). Los niños se auto-motivan para retarse a sí mismos, para hacer cosas más complicadas. Si no, se aburren. Un adulto no necesita “motivar” al niño, ni intentar obligar al niño a que haga algo que al niño mismo no le interesa o para lo cual todavía no está listo, como, por ejemplo: aprender a leer y escribir a una edad demasiado temprana.
Si lo pensamos bien, no se necesita enseñanza para que haya aprendizaje. Todos hemos aprendido una cantidad enorme de cosas sin que alguien nos las estuviera enseñando. Y tampoco el aprendizaje surge como consecuencia natural de una enseñanza previa. Al contrario: creo que todos los maestros tienen experiencias de alumnos que simplemente no aprenden a pesar de qué tanta enseñanza se les haya dado. Enseñar no garantiza que un aprendizaje suceda, y puedes aprender todo lo que necesitas sin que nadie te lo enseñe.
Este es el punto ciego de la mayoría de los adultos que cargan con la programación de la escolarización. No tienen claro que la mayor parte de los conocimientos que les sirven a diario, los aprendieron simplemente por experiencia propia, viviéndolos. Tampoco se dan cuenta de qué tan pocos de los conocimientos adquiridos en la escuela usan en su vida diaria. Ciertos dicen que como ellos mismos no tienen disciplina interna, quieren que sus hijos la desarrollen, en la escuela. Sin percatarse de que si eso fuera algo que se desarrollara en la escuela, ellos mismos ya lo habrían desarrollado.
Cuando un adulto se pregunta: ¿cómo podrá un niño encargarse de su propia educación y auto-dirigirse?, me queda muy claro que doce años de escolarización obligatoria crea adultos que no captan que en vez de estar en una escuela y aprender un montón de datos y hechos que nunca les servirán en su vida de adulto, hubieran podido divertirse increíblemente haciendo y aprendiendo cosas de la vida real. Estos adultos no reconocen cómo se ve un niño con motivación propia, creatividad e iniciativa intactas. Se han vuelto adultos que sólo logran vivir una vida con un plan de estudios en la mano. Ese plan de estudios dice cómo debe ser la vida: vas a la escuela, sigues a la universidad, consigues un trabajo, luego te casas, compras un casa que llenas de cosas, tienes hijos que luego mandas a la escuela y así se repite el ciclo hasta que se termine la vida.
Este es el plan de estudios que sigue la mayoría de la gente. Por eso tantas vidas se parecen. No es mi intención criticarlo, sino simplemente hacerlo obvio. Los niños sí se auto-dirigen espontáneamente si uno los deja, pero los adultos en general no saben inventarse un camino de vida único, que les satisfaga a nivel personal, profesional, y diría también, a un nivel del alma. Son adultos tan escolarizados, que no se atreven a salirse del plan de estudios por miedo a equivocarse y por una inmensa falta de confianza en sí mismos.
Todo esto les lleva a impedir cada intento de los niños para tomar sus propias iniciativas, de dedicarse a lo que más les gusta, de hacer lo que ellos vinieron a esta vida a hacer. Adultos escolarizados y esclavizados en un sistema que ellos mismos no escogieron, pero que les incapacita, a la gran mayoría, para ver más lejos.
No es de sorprenderse, que si no ven lo que está frente a sus propios ojos, tampoco ven con facilidad que la sociedad está cambiando a una velocidad nunca antes vista en la historia de la humanidad. No ven que, en los próximos veinte años, habrá muchos más cambios, y cambios mucho más grandes, que los que hubieron en los últimos 200 años. No ven que un sistema que tiene 200 años y que proviene de una era que ya no existe, no puede nunca proveer las soluciones a los desafíos de nuestro presente: y mucho menos del futuro. No ven que las necesidades de la sociedad del siglo XIX, ya no se parecen en lo más mínimo a las necesidades del siglo XXI.
La inteligencia colectiva piramidal que creó la sociedad en la cual vivimos hoy, es la misma inteligencia colectiva que ha creado todos los problemas que tenemos que enfrentar: desde la contaminación del planeta y el calentamiento global, hasta la corrupción, la competencia y las guerras. Como muchos sabemos (por lo menos en teoría), es imposible resolver un problema al mismo nivel desde donde se creó. Para poder salvar nuestro mundo, nosotros como adultos necesitamos reconocer nuestras propias limitaciones y lagunas mentales. Necesitamos abrirnos a desaprender y volver a aprender, sobre todo acerca de la educación y el aprendizaje de nuestros hijos: mucho más capaces de lo que comúnmente se cree. Necesitamos enfrentar nuestras programaciones y la tóxica presión de la sociedad que dicta cómo debe de ser la vida de uno. Necesitamos sacar el valor y otorgar a los niños algo que nunca se nos otorgó a nosotros: su libertad. Necesitamos atrevernos a confiar en ellos, a pesar de que nadie confió en nosotros.
Este es, en breve, el desafío más grande con el cual me encuentro casi diariamente. Porque los niños ya son. Ellos son auto-dirigidos. Ellos ya hacen naturalmente todo lo que necesitan para que en un futuro se vuelvan jóvenes adultos que puedan aportar soluciones innovadoras a los problemas de nuestro planeta. Si pudiera lanzar una petición a los papás y a las mamás sería de por favor dejarlos así, en su estado de aprendizaje natural. Qué no les corten sus alas por miedo al fracaso y por necesidad de controlar lo que aprenden, el cuándo y el cómo. Qué no les quitemos su unicidad, sus ganas de explorar, crear y aprender. Que dejemos que ellos mismos dirijan su propio aprendizaje, porque, como dice un querido amigo mío: “Sólo puede haber evolución si se les entrega el 100 % de la responsabilidad de aprender a quién aprende”.
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